Uno sabe que la muerte forma parte de la vida y sabe que es natural. Cuando uno conoce a alguien que acaba de perder a un ser querido, sin embargo, uno no puede consolarle con ese razonamiento, porque uno sabe también cuánto duele la muerte de un ser querido.

Cuando la muerte es cruel, prematura, dolorosa; cuando la muerte es precedida por la agonía, la enfermedad, la sedación paliativa, cuando la muerte se hace esperar, tanto para el fallecido como para sus seres queridos, lo que se vuelve estúpido y cruel es la vida, aún antes de que llegue la muerte.

También duele la muerte repentina, inesperada, accidental. En esas condiciones, al dolor de la pérdida hay que añadir el trauma de la brusquedad que aturde y violenta el pensamiento.

Y entonces, después de tenerla delante y ver cómo se lleva a nuestro amigo, sea familiar o no, la vida de los que quedan se vuelve dolorosa y amarga al recordar al ser querido, y duele tanto, tanto, que apenas queda un hilo de respiración en medio de ese dolor que atenaza el pecho y encoge el corazón.

Recordar a los seres queridos no es lo que duele. Lo que duele es su ausencia, ese vacío que nos responde cuando los recordamos. Es imposible conciliar ese dolor con una mínima resignación realista en un mismo pensamiento, y menos aún esperar que por más que acudamos al pensamiento racional para sostener los sentimientos en paz, esto va a suceder. El dolor es siempre más grande que la realidad.

Sólo el tiempo, más tiempo, más y más tiempo, puede hacer que las dimensiones del dolor y la realidad del vacío cambien recíprocamente su lugar en nuestra vida. Que el vacío deje de ser una dimensión inabarcable para el alma, que se vuelva pequeño, manejable, que lo podamos llevar como llevamos las llaves de casa en el bolsillo, como llevamos un lunar en un sitio discreto, como llevamos una nariz algo torcida o una pierna más larga que otra.

Que pensemos en ellos sin que la pena nos ahogue, y sin haber querido ni siquiera llegar a ese punto de paz o resignación. Porque esa resignación no se puede, no se debe buscar. Si llega, tendrá que hacerlo sutil y discretamente, sin que nos demos cuenta. O será una ilusión, un espejismo, una mascarada patética. Si no le damos al tiempo la oportunidad de hacer su trabajo con calma, el tiempo se equivoca y nos entrega un producto defectuoso que se hace añicos con sólo unas palabras, o menos aún, con una sola palabra: el nombre de pila del muerto.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Facebook
Bluesky
LinkedIn
WhatsApp