Maquinaria del fango y Acoso Escolar

Pedro Sanchez

En el día de hoy, un presidente de Gobierno ha decidido que se va a dedicar con energías renovadas a algo que normalmente no se debería considerar tarea propia de un político: mejorar un clima de comunicación escandalosamente agresivo que perjudica la acción política. O sea, una labor propia de la educación en manos de un político.

Si no fuera porque estoy implicada en la lucha contra el acoso escolar, tal vez no me volcaría en el esfuerzo de escribir estas líneas. Me causa un malestar en la boca del estómago el recorrido por las ideas, pensamientos y principios inconscientes que sin embargo rigen con metódica eficacia las conductas de los abusones, matones de bar, parlamento, patio de recreo, tertulia televisiva o grupo cualquiera, en los que alguien -habitualmente simpatizante, votante o militante de nuestros partidos de “derechas”- expresa en voz alta sus preferencias y/o aversiones personales hacia cualquiera de los interlocutores o los supuestos responsables de lo que le parece bien o mal (sobre todo en cuestiones políticas y sociales), y se desahoga sin pudor, eludiendo la posibilidad de que alguno de los presentes piense de forma diferente. Si ese fuera el caso, y el discrepante quisiera a su vez expresar su opinión, con el resultado de una casi seguro inevitable discusión, apuesten lo que quieran a que todos los presentes culparían al segundo, nunca al primero, de haberla generado (la discusión). Ganarán la apuesta, seguro.

Yo crecí en un ambiente en el que esa conducta era norma: el que tenía algún “malestar” (casi siempre el mismo) se desahogaba fastidiando a otro (casi siempre la misma). Esto lo hacía a escondidas, en relativo silencio. Cuando ese otro se quejaba, y expresaba en voz alta su disconformidad, era cuando los adultos “se percataban” de que había un conflicto. Y el conflicto se zanjaba rápidamente, sin análisis, sin estrategias de mejora de la comunicación, sin más objetivo que zanjarlo, con unas palabras que resuenan todavía en mi cabeza, por el tono y la dureza con que se expresaban, no diré por quién : “tengamos la fiesta en paz”. Si, por el contrario, alguno de los más favorecidos por la impunidad, o los propios adultos, emitía una opinión maximalista sobre cualquier cosa, lo hacía en tal tono que no cabía la oposición, porque las ideas discrepantes no se permitían. En esos casos, el conflicto no llegaba a “manifestarse”, y quedaba larvado para siempre. Había que tener, por encima de todo, la fiesta en paz. Gran objetivo aquella paz.

Para conseguir un ambiente de silencio que permitiera leer, estudiar, descansar, ver apaciblemente la tele o comentar solo cuestiones baladís, la fórmula era buena. Para enseñar a gestionar conflictos, a controlar los impulsos, a debatir con argumentos, a respetar opiniones diversas, a relativizar discrepancias y fomentar la armonía y el afecto, la fórmula era catastrófica. Sus efectos todavía duran.

Y ahora, tantos años después, me sigue preocupando lo implantada que está la fórmula en la sociedad. Debe ser que sigue ahí, en la intimidad de las casas, de las familias, en los hogares aparente y razonablemente pacíficos. Porque de no ser así, no comprendo cómo puede tanta gente tragarse las cantinelas del “y tú más” y de que “son todos iguales” cuando se habla de la ética de los políticos, o que se haya normalizado del modo que se ha hecho la agresión y falta de respeto al discrepante, o que las batallas emocionales con víctimas llorando y desgarrando su autoestima en jirones, se hayan convertido en la materia prima de los Reality Shows, programas de TV llamados “de prime time”. Al gran público no parece amargarle la vida ser testigo y a veces protagonista de este tipo de “comunicación” ofensiva, hiriente, entrometida, indiscreta, violenta y repulsiva. Debe ser que están acostumbrados desde su infancia, que la falta de respeto les parece normal, que la ofensa injustificada, la injuria, la difamación y el insulto son las únicas fórmulas que llegaron a conocer en el supuesto proceso evolutivo de sus habilidades de comunicación, que nadie les enseñó a crecer en esas lides, a mantener el respeto por la identidad ajena, a transformar la agresión en discrepancia, la discrepancia en debate, el debate en fuente de conocimiento, el conocimiento en tolerancia.

La pregunta retórica que me resisto a dejar en el tintero, entonces, es ¿Cómo esperamos que se corrija y se resuelvan los problemas del ACOSO ESCOLAR y el CIBERBULLYING? Porque, si esa es la pauta más común entre los adultos, y son ellos los encargados de transmitir a sus hijos las fórmulas de resolución de conflictos adecuadas para integrarse en sociedad ¿cómo esperar que los profesores, inspectores, fiscales,  distingan entre agresores y víctimas al aplicar sus cacareados “protocolos”? ¿cómo esperar que comprendan que NO ES VERDAD que uno de los aprendizajes necesarios de la vida sea el de afrontar la intolerancia y el rechazo de los otros? ¿cómo esperar que los alumnos agresores comprendan que son ellos los que DEBEN EVOLUCIONAR y pasar de la agresión al argumento? ¿cómo esperar que los adultos que han crecido en ámbitos educativos que no educaron este capítulo sepan comportarse como adultos civilizados, y menos aún educar a sus vástagos y alumnos?

En el día de hoy hemos visto a un presidente de Gobierno decir que va a trabajar activamente por limpiar la escena política del fango en el que discurre desde que su partido alcanzó el poder. Ojalá lo consiga. Yo quiero poner mi granito de arena, y quiero reclamar que cuando lo hagan, cuando apelen a esa necesidad, aludan al ejemplo que supondría para los menores recibir esa referencia de conducta para su propia evolución. Sé que los modelos parentales son los más poderosos, pero hay casos, afortunadamente, en los que una conducta que se produce fuera del ámbito familiar sirve de modelo, de ejemplo alternativo para esos menores, aunque su plasmación tarde años en realizarse. Y el mundo de la educación está muy necesitado de referencias. Sobre todo, porque el ACOSO genera mucho dolor.

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