4eb06 footing
Desde mi ventana veo un pequeño estanque rodeado de bancos de hormigón, árboles y algún seto de corte y cuidado irregular con formas desordenadas. Es un parque o jardín público, con su área de juegos infantiles cercada por tablones de colores, toboganes, columpios y balancines. Los paseantes con perros no tienen permiso de meterlos ahí para que hagan sus necesidades, precisamente porque el suelo es arenoso, muy arenoso, para evitar lesiones en las eventuales caídas de los niños. Están a veinte pasos infantiles de las orillas. LAS ORILLAS, en plural: una es la orilla del estanque, que está diseñado con sus surtidores, desagües y cascadas, en una sucesiva escala de tres niveles cuadrados y ribeteados de hormigón. Pero si te metes en el agua te mojas directamente la media pierna. No puedes mojarte sólo los deditos de los pies y caminar en ese estanque…tal vez por eso todos los niños lo conocen, respetan y mantienen al margen de sus juegos, y el peligro que podría representar ese estanque tan próximo está conjurado por el poco placer que aporta a los pequeños, comparado con sus inconvenientes prácticos en la ropa mojada. 
Pero no es la orilla del estanque la que me preocupa, sino la otra: La orilla es la bancada de hormigón, en la que uno puede sentarse medio a escondidas de los paseantes, amparado por la frondosidad de los setos. Esa orilla, como la del verdadero mar, sí permite caminar mojándose apenas las plantas de los pies, incluso hasta el tobillo si se desea, manteniendo una trayectoria recta en el andar, y dejándose alcanzar por las olas cuando vienen ya extenuadas, convertidas apenas en una lámina de espuma, o incluso aumentar o rechazar más agua de la que nos apetece sentir en la piel, cuando nuestro objetivo es llegar a un destino sobre la arena, habitualmente unos metros más allá, con ruta de ida y vuelta. Sin perder nunca pie ni abandonar la tierra firme para nuestro devenir…
En los parques urbanos de tierra adentro, sin embargo, no falta nunca esa orilla. La transitan aquellos que se pasean por las tierras húmedas de las drogas blandas, las del primer y sucesivos «porros», esos paseos con los que se mojan los pies sin abandonar la playa ni adentrarse en el agua, que es lo mismo que decir esos «consumos» que les ayudan a disfrutar de forma «inocua»:  los que les sueltan la lengua y la risa, los que les hacen disfrutar de la compañía de sus amigos, recordar anécdotas compartidas que se revisan desde la distancia del tiempo y se reinterpretan de un modo más enriquecedor, los que les hacen desinhibir su sensibilidad hacia los sentimientos y emociones más ocultos y reprimidos, aquellos que la cultura dominante (generalmente estúpida en ese sentido) dejan a un lado y desprecian como inútiles. Esos paseos por la orilla les producen un efecto relajante o estimulante para el ánimo, en cada caso como a quien se acompaña de un buen amigo para hacer el paseo por la orilla real del océano real…
Si uno tiene ocasión, como me ocurre a mí, de verlo desde una ventana, puede apreciar ese efecto transformador del «paseo»: cuando están preparando su «calzado» apenas se miran a las caras; sólo prestan atención a lo que tienen en las manos, y casi no hablan, o lo hacen en voz baja. Unos cuantos minutos más tarde gesticulan, ríen, se interrumpen, asienten o niegan físicamente con vehemencia a lo que dicen unos y otros, se preguntan y se contestan mirándose a los ojos…
Lo triste es que muchos de ellos creen que eso no está en ellos, sino que es un regalo que viene con el agua, una propiedad del agua, y no de su personalidad. Y se animan a mojarse cada vez más arriba de la pierna, hasta que pierden pie…
¿Cómo hacemos para que tengan presente que esa espuma, ese agua en los dedos de los pies, es la misma que esconde sólo unos metros más allá, en su fondo, un abismo de angustia, una falta total de caminos, horizontes, islas, tierras sobre las que el hombre antropológico puede ser hombre antropológico y no un ser inane, objeto perdido, hundido, muerto…?
¿Cómo hacemos para que nadie confunda su capacidad real para ser auténtico con un efecto provocado por esa espuma de agua en los pies? ¿Cómo lograr que esas maravillosas sensaciones de comunicación, de comprensión mutua, de empatía, de alegría compartida, de sueños inciertos pero cargados de anhelos de juventud, esa gran identidad oculta que aflora cuando se mojan los pies, salgan a flote de todos ellos sin que se tengan que mojar los pies? 
¿Tendríamos que hablarles de Ulises cuando son todavía niños, y contarles cómo se ató al mástil, cuando supo que sólo así evitaría caer en la trampa de las sirenas? 
¿Tendríamos que orientar la educación hacia la libertad y la identidad de cada uno, con la conciencia y la autoestima bajo el microscopio y con monitorización a distancia, para hacer de todos ellos Ulises? 
¿Tendríamos que preguntarles a ellos? ¿Los escucharíamos?…

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