Esa soy yo. Me gusta ver mi felicidad infantil en la sonrisa que ilumina mi cara. No recuerdo nada de aquellos días, pero parece que era feliz. Al menos durante los primeros años, esos que luego se olvidan, las fotos dicen que fui feliz. Gracias a eso, sin duda, no padezco patología mental que pudiera arraigar en lo más tierno de mi médula espinal, de mi almendra hipotalámica, de mi desarrollo neuronal básico. Gracias a eso. Así que me gusta ver mi alegría en los años de mi primera infancia. Cuando sólo podía suscitar en los adultos otra sonrisa complaciente, de verme feliz y risueña. Sin duda esos adultos me querían de forma adulta y responsable en ese momento de mi vida, y yo les correspondía con felicidad. Se inició entonces un flujo bidireccional de cariño filial y parental que consolidó las bases para el futuro desarrollo de mi ser, de mi personalidad.

Entonces la felicidad era el cariño, y el cariño era la felicidad. Entonces se cumplían las cuatro demandas que un hijo hace al amor de sus padres. Yo creo que los padres inician el ciclo necesariamente con la oferta, y los hijos lo perpetúan con la demanda subsiguiente. Si la réplica se consolida, el amor se instaura para siempre.

En el caso del amor de los hijos hacia los padres y los padres hacia los hijos, no se puede aplicar el razonamiento circular que se plantea cuando se pregunta si fue antes el huevo o la gallina. En ese caso, y por ende, en el caso de la felicidad infantil y la de los padres, sí es primero una cosa y después la otra, aunque luego se alimenten mutuamente hasta parecer que ambas tienen el mismo origen y el mismo efecto. Digo que antes es el amor de los padres, de la madre en su vertiente materna, satisfaciendo con sus facetas maternas del amor dos de las necesidades del hijo,  y del padre haciendo lo propio con  sus dos facetas paternas; y  luego, como consecuencia, se da el amor de los hijos hacia los padres, en la medida que se hayan visto satisfechas sus cuatro necesidades afectivas como hijo.

Es ahí donde se arraiga la felicidad infantil. En tener satisfechas las necesidades. Y es ahí donde empieza el ciclo circular con el que el amor de los hijos alimenta a su vez a los padres para que éstos no dejen de proveer a los hijos nunca de los cuatro elementos del amor que sus hijos necesitan y esperan de ellos, a saber:

  • Incondicionalidad en el afecto y ternura (más bien de parte de la madre)
  • Protección y reconocimiento (más bien de parte del padre)

A lo largo del resto de su vida, un hijo esperará esas cuatro facetas del amor en el modo que sus padres manifiesten que lo quieren, y en la medida que perciba que sus necesidades de amor estén satisfechas, responderá con amor.

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