
Llevaba muchos meses, casi un año, buscando la fórmula para expresar con las menos palabras posibles su convicción más profunda, sobre la necesidad de cambiar totalmente el rumbo de las cosas, cambiando el rumbo de la educación. Buscaba algo parecido a un eslogan publicitario, una frase feliz que condensara la idea principal, sin necesidad de entrar en matices, en los complejos recovecos de la idea, sin ocuparse de la descripción y el análisis de la realidad, en la que intervenían muchos, demasiados protagonistas, y había muchas, demasiadas variantes. Su idea era fruto de su experiencia como educadora, y de la reflexión apoyada en lecturas de libros, encuestas, estudios, noticias, entrevistas a expertos, artículos periodísticos, cine de temática específica, en fin, de todo lo que consideraba necesario para saber cuál era la realidad y cómo la veían unos y otros, los demás.
Pero también era fruto de su experiencia como ciudadana, de su observación y análisis de las realidades sociales, económicas, políticas, culturales, filosóficas y sociológicas que alcanzaba a percibir, primero en el ámbito de su vecindario, en las muestras de comportamiento cívico y democrático que se podían apreciar o echar en falta con sólo una mirada directa al entorno y una escucha atenta a los debates y conversaciones de sus vecinos y parroquianos, después al curso que seguían los asuntos de la localidad, la Comunidad Autónoma a la que pertenecía, el país, la comunidad internacional, y así sucesivamente hasta agotar su capacidad de asimilación con la reflexión sobre lo intangible, las ideologías, los partidismos, las fortalezas y debilidades de la humanidad en su conjunto.
El balance de resultados entre su optimismo y energía creativa, de origen genético, de innegable fuerza regeneradora, y las conclusiones desesperanzadas, deprimentes, pesimistas, sobre el futuro de esa humanidad de la que ella era sólo un punto efímero en el tiempo y el espacio, el balance, se decía a sí misma, era desolador. El equilibrio entre las dos fuerzas (su carácter y su racionalidad) era muy precario, muy inestable, muy agotador. Era consciente de que sus pensamientos respondían alternativamente al empuje de una u otra fuerza, llevándola a incurrir en contradicciones que lastraban sus argumentos. El pesimismo y la derrota ganaban casi siempre. Sólo su carácter la sostenía en el empeño.
Solo si encontraba la manera de decir lo que había comprendido acerca de la naturaleza humana, de la necesidad de adecuar cualquier sistema de enseñanza a ese factor de identidad que caracteriza a cualquier miembro de la especie, en todo momento y en todo proceso educativo, pero especialmente y con urgencia en la etapa de crecimiento, hasta que el alevín se hacía adulto; solo si esa propuesta era comprendida por los responsables de armar los tejidos sociales para la formación de las generaciones sucesivas (los sistemas escolares y educativos); solo si daba con las palabras justas para comunicar con eficacia esa idea, entonces tal vez, y solo tal vez, sería posible que su opinión se tomara en cuenta, aunque ella misma fuera una desconocida, sólo un punto en la inmensidad de la historia y la magnitud de la humanidad, y tal vez se pudiera pensar en un futuro sostenible, viable, vivible para las siguientes generaciones de la especie sobre la Tierra. El objetivo era tan ambicioso que no podía permitirse claudicar al cansancio.
Y en los últimos dos meses, más o menos, había sentido que su inspiración para dar con las palabras adecuadas iba reanimándose. Escribía a mano, en hojas sueltas, párrafos, frases cortas, ideas concisas, a veces palabras aisladas, hipotéticos titulares. Los dejaba reposar y volvía a ellos al día siguiente, tachando y emborronando las hojas, rehaciendo los párrafos, reinventando las palabras. Esta forma de trabajar la reconfortaba, porque amaba su lengua, y porque al escribir a mano sentía que ponía más porcentaje de emoción y sentimiento que si lo hacía con el teclado del ordenador. Confiaba en esa fuerza de las palabras que se articulan con la verdad de quien las expresa, transpirando franqueza, empatía, autenticidad y fuerza. La lengua era uno de sus alivios. El otro era la naturaleza. Y llevaba esos dos meses viviendo un confinamiento por pandemia en su casa del pueblo, rodeada de naturaleza, sin ordenador. Por eso escribía a mano.
Al final de ese periodo regresó a su domicilio habitual en la ciudad, y, confiando en haber encontrado por fin una idea feliz, algo con lo que intentar seriamente, sin más dilación ni pudor impertinente, el abordaje valiente de la página electrónica, de la publicación en web, de la difusión en redes sociales, la edición en formato digital, etc. se sentó frente al ordenador y lo encendió.
Entonces, de golpe, comprendió que todas las palabras de su lengua eran esclavas de una sola, que bloqueaba sus opciones con la fuerza inusitada de la actualidad y de los tiempos que corrían, una sola palabra que ella no había escrito ni contemplado en sus reflexiones sobre la educación del futuro ni una sola vez y, sin embargo, representaba de alguna manera la esencia de ese futuro. Una sola palabra que le abría puertas y caminos sin fin o se los cerraba inexorable. Esa palabra era: CONTRASEÑA.


