Esas fotos, las tres fotos en las que se resumen tu historia y la mía, los casi 50 años que estuviste a mi lado, que fuiste mi amiga, desde la juventud hasta más acá de la retirada. Cuando veo tus fotos en el estante frente a mí, puedo sentir cómo mis intestinos se apelmazan y se condensan, generando un peso en mi interior, un peso que tira de mí hacia abajo y hacia dentro, un peso que me contrae, que cierra mis párpados húmedos y me hace caer en ese oscuro pozo de tristeza. Tus fotos están en tres marcos iguales, unidos por bisagras que pueden formar un arco con el que tú, con tus tres caras de tus tres edades, puedes abrazarme, abarcar mi cuerpo rodeándolo, y recibir a la vez mi abrazo. Creo que si pudiera tocar tus cenizas, como puedo tocar la leve arena que el viento deposita sobre las letras de tu nombre, en el mármol que te guarda, si pudiera tocar tus cenizas, mis ojos se hundirían en sus órbitas hasta arrastrarme en un torbellino de oscuridad y dolor. Sentirte transformada en ese polvo miserable entre mis dedos, y al tiempo tan grande, tan enorme, tan fuerte en tu presencia, rompería el fluir de mis neuronas, pararía el latido de mis venas, helaría la piel que me protege y me haría rodar sin soporte ni conciencia. Un año llevo ya pensándote sin ti, y sólo un día me parece. Un año no es nada cuando es para añorarte, y cuando ya se atisba el último horizonte. Sé que no existes ya, pero también que mi cerebro aún te guarda, y que la llave para que salgas de ahí la perdí el día que te fuiste. Sólo te pido que comprendas y perdones que te haré morir dos veces, el día que por fin te alcance. Espero que me esperes.

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